Cuerpo a cuerpo con la muerte (Francisco Contreras, cmf)

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cenizasEl cáncer te enfrenta de bruces con la hosca realidad de la muerte. Para la mayoría de la gente, el cáncer sigue significando todavía una sentencia de muerte. Un tremendo muro se alza, te impide seguir adelante, impone sin dilación sus condiciones: te vas a morir pronto. Uno, sentenciado a muerte, exhausto ya por el jadeo de la existencia, exclama: «Esto se acabó, ya no hay remedio».

Alguien, acercándose a mí, puede consolarme con esta lisonjera razón:
– Usted es sacerdote; lógicamente no debe tener miedo a la muerte.
También puede dirigirse a cualquier creyente:
– Usted tiene fe, y la fe cristiana quita el temor a la muerte.

Yo debo responder ahora por mí mismo. Es verdad, soy sacerdote: creo en la resurrección y en la vida. Nuestro Señor ha resucitado, y espero por su misericordia resucitar también con él. He predicado muchas veces sobre la muerte, he celebrado frecuentes funerales y procurado repartir el consuelo del Señor a gente atribulada. Jamás he oficiado una misa de difuntos por rutina o costumbre; he puesto alma y corazón en esta celebración, porque la persona fallecida, en su fondo más auténtico, es un hijo de Dios, se lo merece; y porque los familiares allí presentes esperan recibir una sincera memoria del ser querido que les deja para unirse a Jesucristo, Señor de vivos y muertos.

Hace poco tiempo leí un libro francés. Se titulaba: La distancia más larga. Resulta que la distancia más larga va desde el cerebro hasta el corazón. Este trayecto -¡paradojas del espacio humano!- no es sino una minúscula línea.

Conocemos las cosas de memoria. Sabemos de la existencia de la muerte. Pero qué distinto resulta darte cuenta de que un día o una tarde próxima te encontrarás con ella, la verás llegar: te tocará y te topará de lleno. Cuánto nos cuesta aceptar, de manera lúcida, su inminente llegada. Cuánto camino es preciso recorrer y en qué cuesta arriba se nos convierte esta realidad para la que estamos fatalmente diseñados, como un destino inexorable, desde el momento en que nacemos.

Una vez di los últimos óleos a un cristiano, aquejado de un infarto agudo. Le dijeron los familiares más próximos que iba a morirse ya, que se pusiera en paz con el Señor. Lo sorprendente es lo que él me comentó:
– Yo jamás he pensado que me iba a morir. He asistido a muchísimas misas de muertos -decía literalmente y compungido-, pero siempre he creído que el que se moría era el difunto, el que estaba en la caja, yo no, nunca yo. Y ya ve, es la primera vez que pienso en serio en mi muerte, y, por lo visto, también será la última.

Así nos ocurre casi a la inmensa mayoría. Nos colocamos una espesa venda delante de los ojos. Caminamos ciegos por la vida. Todos somos vagos conocedores de que vamos a morir. Pero, ¿quién se lo cree de verdad?, ¿quién vive responsablemente de cara a la propia muerte?

Durante el Miércoles de Ceniza asistimos a una singular liturgia que sigue gozando de mucha acogida en el pueblo de Dios. Yo he participado en este ritual, que inaugura el tiempo de Cuaresma, como fiel cristiano y también como sacerdote.

El sacerdote oficiante pone en la cabeza un poco de ceniza y pronuncia estas palabras: “Acuérdate de que eres polvo y en polvo te has de convertir”. Pero nadie se acuerda de este «polvo enamorado», como cantó egregiamente Quevedo en soneto inmortal. Vegetamos en la amnesia de la muerte. Nos negamos a verla. Renegamos de ella. Nos olvidamos. El afán de cada día, el curso inevitable de los problemas y sucesos, igual que un viento poderoso, sopla y arrebata de nuestras cabezas las cenizas del recuerdo de la muerte.

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